Praefatio


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¿Se tiene consciencia de lo que significó para la historia de Occidente aquel día en el que, desde las orillas del mar Negro, llegó al ombligo del mundo —lugar donde los hombres recogían su enigma y su sentido— un joven aprendiz de banquero desterrado por alterar el rostro de los metales sagrados? En ese extraño día, el oráculo puso en las manos de un impío, sin hogar ni patria, la misión de reincidir en su impiedad, pero esta vez a gran escala: «¡Tú habrás de cambiar (parakharaktés) la efigie de todos los valores (nómisma)!», sentenció la Pitia. Podría pensarse que esta prescripción no fue sino el contrapaso por analogía con el que unos dioses furiosos condenaban a un miserable que preguntaba cómo alcanzar la fama, pero, ¿no podría ser que los olímpicos esperaban pacientes a alguien con la debida experiencia que pudiera llevar a cabo la tarea de alterar un mundo que, incluso para ojos divinos, perdía su sentido? Visto así, aquel joven desterrado que respondía al nombre de Diógenes (nacido de Zeus, según su etimología) sería el ángel y el obispo (y así lo vio Epicteto) enviado por unas divinidades apocalípticas, interesadas no tanto en mostrar un otro mundo verdadero como en lograr que el mundo sea otro develando su verdad. Gracias al más pordiosero de los discípulos de Sócrates y a un ratoncito que se jartaba unas migajas, el elegido logra vislumbrar la misión pítica y se pone en marcha hacia los lugares en los que más miradas se acumulan —las plazas, los mercados, los pórticos de los templos—, allí arma su espectáculo ambulante, su errante teatro de la verdad, dado que comprende que lo verdadero solo transvalora cuando es mostrado. Desde ese momento surge un nuevo culto a la luz: todo debe ser expuesto, todo debe ser descubierto, todo debe ser transparentado, la verdad debe brotar en cada momento, a cado paso y en cada gesto. No hay ya paredes, ni puertas, ni muros, ni vergüenza, salvo la vergüenza frente al vicio. Puede que sea impía la verdad iluminada, pero nunca el acto de iluminar la verdad. Por ello, para este nuevo culto, más veraz que cualquier hombre lo será un chucho cualquiera, uno de esos cánidos callejeros que nada ocultan, ni los asuntos de Deméter ni los de Afrodita, y es justo con uno de estos que aquel desterrado aprendiz de banquero será comparado; él será Diógenes el perro, el cínico.

No pasará mucho tiempo hasta que otros comiencen a seguir al profeta de la luz; será cada vez más común, para desazón de los transeúntes, ver aparecer por las callejuelas a uno de estos impúdicos perros, y pronto se convertirán en una verdadera jauría, una canalla intimidante que se multiplicará a lo largo y ancho de un Imperio. Aprenderán a ladrar en los Senados, navegarán hasta los confines de la tierra en los navíos de un conquistador, se colarán en las recámaras de los nobles. En algún momento vestirán sacos de papa, amansarán lobos, serán llamados “perros del Señor”, profesarán el fin de los tiempos, dirán que son la más nueva y buena de las buenas nuevas, que son la carne de Dios. Pero al día siguiente serán ateos furiosos, nihilistas, ilustrados, escépticos, hedonistas e insoportablemente francos. Se volverán ultrarefinados, rescatarán la herencia de un tal Aristipo, el más regio de los caninos, y al igual que Petronio con Nerón, develarán la verdad al soberano con gracia y ocurrencia, entre bromas y juegos. Luego se uniformarán, cambiarán la letra, el crucifijo y las finas telas por un fusil, con espuma en el morro se retirarán a la espesura de la selva —en donde, al contrario que en la ciudad, al menos hay claros—, el único lugar que el contexto les permite vivir la resistencia, que es su verdad absoluta. Y hoy tenemos a nuestros propios adoradores de la luz, a nuestros propios perros veraces, con indumentarias y en lugares variopintos, escenificando verdades de todo tipo. Esta diversidad, no obstante, complica su identificación: ¿Cuáles son realmente los herederos de aquel joven que llegó al centro del mundo desde las orillas del mar Negro? ¿Quiénes son hoy los devotos de la transvaloradora máxima délfica que acató el impío desterrado? En el continuo ensayo de dar respuesta a estas dos preguntas se concentra el sentido de lo que en MENIPEA hemos llamado “cinicología”, no otra cosa sino el arte de iluminar a los iluminadores, como el Sol que resplandece sobre Diógenes cuando con una lámpara encendida busca a un hombre durante el día.